A
GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU
Por Mónica Belevan, en The Barcelona Review
There’s more to life than books, you know, but not much more
“Handsome Devil”, The Smiths
El Anticuario, la reciente novela de Gustavo Faverón, me recuerda —más aun desde mi segunda lectura— al desolador ensayo sobre la amistad que es El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard.
Ambas novelas exploran —y explotan— el escenario y la metáfora de la clínica, y disponen de las ciudades anilladas en las que éstas se encuentran —ya fuera Viena, en el caso del austríaco, o Lima, con su doble Ringstrasse, en el de Faverón— como versiones más extensas, y no necesariamente más intensas, de ellas mismas: metaclínicas, si se quiere. Ambas tocan hondamente la dimensión cuasi sacramental de la amistad entre varones, tema al que desde ya se deben algunas de las mejores novelas del canon. Ambas abordan el tema del doble con una enorme sensibilidad autoral por sus posibilidades prospectivas, permitiéndole a los textos investirse de formas y deformidades consecuentes.
Una lectura superficial de El Anticuario nos presenta con el círculo como forma rectora, pero las nociones de self y alteridad, doble, desdoble y doblez, que abonan al libro, le permiten al autor quebrar la imposición geométrica de ese primer designio y advertir la flexibilidad del mismo, mediante el abundamiento en la repetición diferente: así comienzan a desprenderse formas más incitantes y alusivas, como el nautilos, el arco tensado, el punto y coma, la cóclea, el ocho infinito, los bucles, las cintas de Moebius, la hiperespiral. El motivo se lleva tan lejos que hasta un cáncer asume la forma fatal de un círculo.
Pero es también la proliferación de bucles lo que permite que el desborde de los personajes —y, eventualmente, de una trama que sería insostenible sin ese deliberado apoyo helicoidal— adquiera un cierto ritmo cíclico, con una deliberación que acaba por salvar al libro de sí mismo a la vez que destruye a un protagonista que se ve una y otra vez obligado a tejer “historias y relatos con cierta dirección (…) para formar un anillo nuevo, más cercano esta vez, angustioso para él, pero todavía soportable”.
El placer de la ejecución radica, en gran medida, en apreciar cómo se tensa una horca cuya gracia central se ubica, como con cada una de las historias del Anticuario, en torno a sus afinidades electivas: aquello que el narrador designa como la “capacidad parabólica” o el “número de nudos que hay que atar y desatar” para darle forma a una cierta urdimbre.
No en vano es la ambición del Anticuario el abrirse en “muchos cuerpos simultáneos, todos unidos entre sí por un haz complejísimo de articulaciones que a su vez se tocaran en infinitos puntos con otros tantos mundos paralelos” para “entrar en contacto con todo lo demás, unirse a todo, estrecharse con todo”. Pero lo complejo del deseo de este diletante psicofísico no puede terminar de comprenderse sin reparar en su añoranza, idéntica y opuesta, de dar con un contexto justo para una especificidad exquisita: como un universo en expansión que sigue, aún, sujeto a la entropía. Quien todo abarca, mucho aprieta. Y estos aprietos se traducen en crímenes, lealtades y lecturas que se bifurcan hacia su máximo y mínimo estertor común: lo otro o la esquirla.
El tratamiento que hace El anticuario del otro resulta especialmente sugerente. Sin querer revelar demasiados detalles, hay dos personajes, que son uno, que son otro —las Julianas jánicas, podría llamárselas— que plasman a cabalidad la forma artificiosa, argumental, en la que El anticuario se aproxima no digamos ya a la realidad, sino a lo lacaniano-Real.
En nuestro triángulo hay una novia, una amante y un geómetra. A la primera se la define tanáticamente como a la “paz absoluta”; a la segunda, ya desde lo erótico, como a un “animal vivo”.
A la una la llamaremos, siguiendo a Barthes, la Juliana Lisible: su relación con el Anticuario se describe como “un romance tenso y armado con palabras”, regido por la tendencia exclusiva de ésta hacia aquello que Daniel —el contradictorio y excepcional— no es. La relación entre ambos es contraintuitiva y contraontológica; se produce en la superficie estéril del noviazgo y se detiene en ella, no se puede reescribir o escribir más a partir de ella.
Pero Juliana Lisible sirve como un foco de definición a partir del cual centrar e introducir a la Otra, que, siempre considerando a Barthes, será nuestra Juliana Scriptible. Al clásico rol suplementario de la amante se le suma una cierta fantasía co-productora del Anticuario, quien cree atisbar en el cuerpo desnudo de Juliana Scriptible la posibilidad de un pre-texto. Juliana Scriptible parece más exigente que Juliana Lisible, “le pide más”, por lo que él también le exige más a ella, en lo que acaba por torcerse en un intento de simbiosis fallido. La mujer es una sola máquina célibe, capaz de emitir proyecciones “el calco de (cuyos) movimientos es milimétrico, pero la discrepancia de (cuyas) expresiones es diametral”. La invención de Morel es el descubrimiento y la debacle de Daniel.
Es así como la novia mira a un lado, la amante mira hacia el espejo, y el geómetra las superpone aplicadamente, esperando que “la (imagen) conocida y su imagen oculta” revelen una expresión original. Pero su entelequia híbrida es imposible —la mujer se prueba reproductiva, no original— y las únicas dos relaciones que le restan al Anticuario acaban por asentarse sobre el eje, más o menos lato, de la fraternidad.
La relación entre el Anticuario y el narrador revela un adelfismo latente pero bien disimulado; salvo, quizás, en aquella escena en que “los restos de (la carne de Daniel) en el cuchillo se mezclaban con la mía”. No nos referimos con esto a una atracción o tensión homosexual, mas sí a un vínculo de identidad y fundamento tan acuciante que termina por servir de vector e integrar a las muchas historias-esquirla que incluye la novela bajo ese gran paraguas tácito de una amistad que, más que amistosa, es llanamente existencial.
Se traslucen otra vez los indicios de hermandad impermisibles en el pseudónimo de la Juliana Scriptible, a quien Juliana Lisible le impone el alias Adela. En un gesto que —supongo— fue accidental, pero no es por ello menos elocuente, Adela —cuyo significado es “noble”— resulta ser un vocablo inquietantemente próximo a la palabra griega para hermana: adelphé.
Pero la gran adelphé —y el gran personaje— del libro es Sofía. Es sabido que Sofía significa gnosis, pero el conocimiento y la sabiduría, tal como nos los presenta Gustavo Faverón en esta su primera y notable novela, son jouissance, el punto a partir del cual se pueden atar todos los cabos que he dejado aquí, deliberadamente, sueltos. Sólo Sofía, la hermana mística y demoníaca, el monstruo literal por lo admirable, es scriptible: puede incluso que hasta como resultado de su indescriptibilidad. Y dicho esto último, me detengo, para no terminar de contarles una historia a la que, en el fondo y por su forma, no le es dado terminar.